⋆˚ʚɞ Traducción / Corrección: Nue
Endin observaba las llamas con ojos fríos.
El fuego que había devorado el bosque ahora mostraba su poder en el Palacio Imperial.
Las enormes puertas de madera, las alfombras suaves, los tapices antiguos, las pinturas que adornaban los pasillos y las gruesas cortinas, todo se convertía en combustible para las voraces llamas.
—Magnífico —murmuró Endin, torciendo los labios en una sonrisa mientras contemplaba el palacio ardiendo.
La llegada de los invitados de Sorven había llevado a un gran número de personas externas al interior del palacio.
Por muy reducida que fuera la comitiva, una visita real no traía menos de un centenar de personas.
¿Cómo distinguir entre ellos a quien se había infiltrado sigilosamente? Era imposible para los habitantes de Racklion saberlo.
¡BOOM!
Una vez más, una bomba explotó con gran estruendo.
Era una sinfonía perfecta, una obra maestra.
Las mismas bombas que Grellind había usado para intentar asesinar a Ceres explotaban de nuevo el día en que los invitados de Sorven estaban presentes.
¿Acaso la gente consideraría esta coincidencia como una simple casualidad?
—Je, je, je…
Endin dejó escapar una risa satisfecha, algo que no hacía en mucho tiempo.
—¡Fuego! ¡Fuego!
—¡Ayuda! ¡Alguien, por favor!
Los gritos desesperados de las personas intentando escapar del Palacio Imperial desgarraban el cielo nocturno.
Las bombas estaban instaladas por todo el palacio.
El objetivo principal era el Emperador, pero ¿realmente todo acabaría con la desaparición del Emperador? Por supuesto que no.
Si el Emperador moría, la mayoría de los nobles que le apoyaban se alinearían con el Primer Príncipe simplemente por ser el mayor. Pero algunos podrían optar por apoyar al Segundo Príncipe.
Eso desencadenaría otra guerra.
Perder la corona sin luchar o iniciar una agotadora batalla por ella.
Después de tantos años de conflictos, comenzar otra guerra no era una opción. Sobre todo cuando había un método más sencillo y eficiente que hacía innecesario luchar.
—Esto es realmente liberador —dijo Endin, girándose para mirar a los soldados alineados detrás de él.
Eran los soldados de la Octava Unidad, su unidad.
Los había creado, entrenado y moldeado. Por lo tanto, debían ser leales únicamente a él hasta el final.
La idea de que Roben, ese idiota, hubiera intentado usar esta fuerza para su propio beneficio le resultaba absurda.
Un perro no cambia de dueño, a menos que el dueño lo abandone.
Pero ¿cómo podrían los demás saber quién era el verdadero dueño al ver solo al perro?
Los soldados de la Octava Unidad ya habían sido perros salvajes una vez. Y uno de esos perros salvajes estaba viviendo ahora en el palacio.
Para los ojos del público, ¿quién parecía más capaz de manejar a esos perros salvajes: el antiguo dueño o el compañero de manada?
—El fuego será culpa de Sorven, y la espada del Primer Príncipe. Perfecto.
Esto había ocurrido dentro del Palacio Imperial. Inevitablemente, habría investigaciones para encontrar al culpable.
Aunque después de convertirse en Emperador ya no importaría quién tuviera la culpa, cualquier variable antes de eso era inaceptable.
Todo debía ser seguro y meticulosamente planificado.
Era un hábito adquirido tras fracasar decenas, cientos de veces.
—Destruyan todo —ordenó Endin.
Ni siquiera los lazos de sangre importan frente a la lucha por el poder.
El Emperador, que abrazaba con avaricia la corona mientras disfrutaba del espectáculo de sus hijos luchando; el Primer Príncipe, que vivía para competir y matar para sobrevivir, todos ellos compartían la misma sangre.
Había aprendido dolorosamente que la vida estaba compuesta de momentos de cruda realización.
Un enemigo común unía temporalmente a los aliados. Pero en el instante en que el botín que el enemigo sujetaba cambiaba de manos, el compañero de lucha se convertía en un nuevo adversario.
Incluso los aparentemente leales aliados de la familia Zuren no serían diferentes.
Por ahora, estaban unidos únicamente por la promesa del trono imperial. Pero ¿qué sucedería después de que Endin obtuviera el trono y no quedara nada que les impidiera actuar? Se convertirían en enemigos que buscarían dividir el poder imperial.
Eso debía ser prevenido antes de que ocurriera.
—Todos ellos.
La orden de Endin resonó, y los soldados de la Octava Unidad la ejecutaron con precisión.
El sonido del viento al pasar junto a él hizo que Endin torciera una vez más los labios en una sonrisa de satisfacción.
Por fin, estaba al final de su larga travesía.
¿Por qué había perdido tanto tiempo dudando y preocupándose?
¿Sucesión legítima?
Cualquier sucesión se convierte en legítima una vez que la corona está en la cabeza adecuada.
—¡Enemigos!
—¡Estamos bajo ataque!
Los guardias reales, corriendo apresuradamente ante la emergencia en el Palacio Imperial, se encontraron cara a cara con los soldados de la Octava Unidad.
Y, como era de esperar de una fuerza élite, los guardias lograron presentar cierta resistencia.
Pero eso fue todo.
Los soldados entrenados para mantener el orden no podían igualar a los perros rabiosos que habían sobrevivido matando en el campo de batalla.
—¡Agh!
—¡Huyan!
Los guardias reales caían uno tras otro, sin siquiera saber quién los estaba matando.
La sangre salpicaba en todas direcciones.
Pero antes de que las gotas tocaran el suelo, se evaporaban en las llamas que lo devoraban todo.
Sus muertes desaparecerían sin dejar rastro, consumidas por el fuego.
—No habrá problemas, ¿verdad? Sería un inconveniente si esas cosas se descontrolaran en el interior.
—Eso no sucederá. He lanzado un hechizo muy seguro —respondió la Gran Sacerdotisa Merian, calmadamente, detrás de Endin.
El equilibrio de poderes nunca terminaba hasta que uno se bajaba de la cuerda floja.
Si el Segundo Príncipe estaba decidido a asesinar al Emperador y parecía cerca del éxito, entonces ella no tenía más remedio que colaborar con él.
El poder sagrado no se veía, ni dejaba pruebas. Era un crimen perfecto.
Por supuesto, Merian no consideraba esto un crimen.
Evitar una guerra de sucesión que provoque mayores sacrificios.
Si el conflicto podía detenerse con un pequeño sacrificio antes de que se produjeran mayores pérdidas, creía fervientemente que era un acto de misericordia.
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Calor.
A medida que atravesaba las llamas, Halt lo sentía claramente.
Un sentimiento.
Ah, todavía quedaba algo de sensación.
Pero lo que ya no quedaba era forma.
El tacto en la punta de sus dedos, el sentir de carne cortada y huesos quebrados.
El mundo existía únicamente a través de la sensación.
Un campo de batalla.
Halt apenas pudo traer a su mente esa palabra.
Era similar a lo que sentía en el campo de batalla.
Aunque, a diferencia de los otros soldados de su unidad, no había sido sometido al hechizo que borraba la memoria, sí había recibido los mismos encantamientos de refuerzo.
Encantamientos para agudizar los nervios, activar las funciones corporales, insensibilizar el dolor, entre otros.
Entre ellos, había un hechizo para obedecer órdenes sin cuestionar.
La flauta era parte de ese hechizo. Cuando escuchaba el sonido especial de esa flauta, era como si un anillo de fuego le oprimiera el cuello.
Así como eso, también existían hechizos que priorizaban ciertas órdenes y que imponían acciones prioritarias. Varios de estos hechizos estaban entretejidos en la mente de Halt.
Sin embargo, los hechizos que operaban sobre los nervios y la mente tenían límites. Con el tiempo, era natural liberarse de ellos.
La bruja.
Mientras vagaba con Roben por el desierto, Halt empezó a notar que se alejaba de esos encantamientos. Por eso, incluso después de regresar al Palacio Imperial y encontrarse con el Segundo Príncipe, estaba seguro de que podría actuar según su propio plan.
Esa bruja.
La misma que se hacía pasar por una santa en el campo de batalla pero que en realidad era la más vil de las brujas había reaparecido.
Una bruja que lanzaba hechizos incomprensibles en nombre de los dioses.
—Que los dioses protejan tu valentía. En medio de un combate caótico, a veces la mente se nubla. En esos momentos, recibir órdenes objetivas de alguien puede ser una gran ayuda.
Bajo el nombre de sacerdotisa, esa bruja había lanzado sus hechizos, insistiendo en que era por su bien. Pero gracias a eso, muchos de los compañeros de Halt habían muerto.
¿Cómo podía ser útil una orden que les obligaba a lanzarse a la muerte sin considerar su propia seguridad?
Y ahora, esa bruja estaba nuevamente en el Palacio Imperial.
Con la mente borrosa, Halt blandió su espada.
Había vuelto al campo de batalla.
No sabía quién estaba frente a él, pero, por reflejo, lo mataba.
Su destino estaba fijado.
Así como en el campo de batalla, seguía el mapa y las marcas para llegar perfectamente a su objetivo.
El destino final era un dormitorio.
Dentro, un hombre mayor estaba sentado en un sofá junto a la cama, sosteniendo una copa de licor. El fuego aún no había alcanzado ese lugar.
A diferencia de las llamas y la tormenta de sangre que rugían fuera, esta habitación estaba en completo silencio.
—¿Quién eres tú?
El hombre preguntó mientras Halt miraba a su alrededor.
En la habitación solo estaban ellos dos.
Parece que los demás soldados estaban ocupados enfrentando a los enemigos afuera y no habían llegado hasta allí.
—Soy el primero en llegar —murmuró Halt con una sonrisa, lamiéndose los labios.
Solo necesitaba encargarse de él.
Con eso, la misión estaría completa.
Y podría regresar.
A ese momento tranquilo y pacífico.
—¡Maldito insolente! ¿Sabes quién soy?
El hombre levantó la voz, furioso por la indiferencia de Halt hacia sus palabras.
La agresión que emanaba era lo único que tenía algún significado para Halt.
—Objetivo a eliminar.
Al no recibir respuesta, el hombre reveló su identidad por sí mismo.
—Soy el Emperador de Racklion. ¿Crees que destronándome de esta manera podrás obtener el trono?
Halt inclinó la cabeza.
No era algo que le importara.
La expresión del Emperador se endurecía más con cada segundo al ver la indiferencia en el rostro de Halt.
Siempre había tenido el control sobre la vida y la muerte de otros. Estar en una situación donde su propia vida estaba en peligro era completamente desconocido para él.
—El que mata a un rey no puede heredar el trono, sin importar su rango. Mi muerte será conocida, y tú lo lamentarás. ¡Tú también morirás!
Halt no entendía por qué ese hombre seguía gritando.
Si iba a morir pronto, ¿por qué se preocupaba por esas cosas?
Por un momento, Halt se dio cuenta de que no sabía la respuesta a esa pregunta.
¿Quién era?
¿Quién le había dado esa orden?
—No lo sé.
De todas formas, no era importante.
Halt blandió su espada.
La familiar sensación de cortar un cuerpo humano llenó sus manos.
El cuerpo del Emperador no era diferente del de cualquier soldado.
Al final, todos eran simplemente humanos.
El cuerpo del Emperador de Racklion cayó al suelo sin siquiera emitir un último grito.
El Emperador de Racklion había muerto.
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