⋆˚ʚɞ Traducción / Corrección: Nue
Empezó a haber un murmullo. Alguien pidió silencio en medio del alboroto que se extendía por todas partes, y así, la sala del tribunal volvió a quedar en calma.
—Lady Neuschwanstein, ¿acaso esto es algún tipo de acto de venganza relacionado con el juicio sagrado anterior? —preguntaron.
—No lo es, pero parece que usted considera que fue un asunto digno de venganza.
—¿Qué está diciendo…?
—Todo el Imperio conoce el resultado injusto e irracional de aquel juicio. Sin embargo, ni mis hijos ni yo hemos recibido la más mínima disculpa por la humillación indebida que sufrimos.
—¡Eso que está diciendo es una blasfemia! ¡La Iglesia puede interrogar a cualquier persona sospechosa de pecado en cualquier momento, y todos los resultados son voluntad de Dios! Por lo tanto, ¡no se nos puede responsabilizar de nada!
—Me pregunto cuántos ciudadanos inocentes del Imperio han muerto y cuántas familias nobles leales han visto mancillada su honra debido a esas doctrinas desechables y convenientes —repliqué.
El murmullo volvió a estallar por toda la sala. El cardenal sentado en el centro golpeó su maza repetidamente mientras pedía orden, pero los murmullos no hacían más que aumentar.
De repente, el ruido cesó por completo.
—Lady Neuschwanstein, no tiene ninguna autoridad para cuestionar el poder de la Iglesia.
La interrupción provino de una figura inesperada: La Campana Silenciosa habló.
Su áspera voz, como el sonido de bolas de metal rozándose entre sí, resonó en la sala, que ahora estaba envuelta en sorpresa.
—Todas las doctrinas y reglas se establecieron en nombre del Padre y la Madre desde la fundación del país. Los ciudadanos leales al Imperio deben obedecer y seguir estas normas. Cualquiera que las cuestione es un hereje, manipulado por el demonio. ¿Está usted intentando cuestionar las bases mismas de esta nación?
Sus ojos negros, llenos de odio, me miraban como si quisieran devorarme. Lo miré por un momento, luego moví mi mano hacia el costado y agarré la mano de Nora, quien estaba de pie a mi lado. Sentí su mirada sorprendida posarse en mí. Richelieu, mientras tanto, apartó ligeramente la mirada para observar con desagrado nuestras manos entrelazadas.
Contemplando esa expresión horrenda, hablé con calma.
—Las bases de este país están en el primer Emperador y en los líderes de las seis grandes casas que fundaron el reino, no en los cardenales que establecieron sus posiciones después de la creación del Imperio. Con sus críticas, parece que usted coloca la autoridad del Emperador por debajo de la del Papa.
—¡Ejem! —interrumpió el Emperador, quien había permanecido en silencio hasta ahora, con una tos repentina.
Como respuesta, el tribunal comenzó a murmurar nuevamente. Un cardenal se levantó bruscamente de su asiento.
—¡Lady Neuschwanstein! ¡Esa no es la intención de las palabras de Su Excelencia Richelieu! ¡Es innegable que la fe también forma parte fundamental de los cimientos de esta nación!
—¿Acaso no son los cardenales actuales quienes más quebrantan esas profundas reglas de fe? Todo el mundo sabe que, según las leyes eclesiásticas, todos los cardenales que reciben órdenes deben seguir estrictamente la vida de celibato. ¿Cuántas amantes y bastardos conocemos del Papa?
—¡Eso es una blasfemia!
—Me parece que los que están cometiendo blasfemia son ustedes. Según el contenido del libro, la Iglesia y el Papa, en este momento, están atrapados en una contradicción e hipocresía evidente para cualquiera. ¿Cómo pueden estas personas, que no merecen la confianza, interferir en los asuntos seculares del Imperio en nombre de Dios y con qué derecho intentan controlar a las grandes familias nobles que han protegido la realeza desde la fundación del país?
—¡Tiene razón!
—¡Es cierto, es cierto!
—¡¿A quién le pertenece la cantarella?!
—¡Intentar envenenar a un noble! ¡Después de todo lo que este país ha construido!
Aunque nadie lo había mencionado hasta ahora, el incidente en el que casi envenenan al príncipe de Nuremberg en Safavid se había extendido entre los nobles como un secreto a voces.
La cantarella era una sustancia poco conocida y no había pruebas sólidas, por lo que algunos dudaban, pero dado que el príncipe de Nuremberg había afirmado con tanta seguridad que así era, la mayoría de los grandes nobles sentían que la sola sospecha era suficiente para considerar mancillada su dignidad. No importaba cuál fuera la verdad real.
El murmullo de la multitud ya no era simplemente un rumor. Todos comenzaron a gritar abiertamente sus opiniones. Algunos mencionaban la herejía, pero sus palabras se perdían entre los gritos de —¡Tiene razón!—. Parecía que más de la mitad de la audiencia me apoyaba.
En medio de ese caos, Richelieu, con su mirada fría y penetrante, volvió a hablar:
—Lady Neuschwanstein. Si no fuera usted la líder de una gran familia noble, ese libro habría sido quemado en el momento en que llegó al Imperio. Por la paz del Imperio y la preservación de la fe, retire todas sus críticas hacia la Iglesia. Si lo hace, el Vaticano no tomará más acciones en su contra.
La sala, que había estado tan alborotada, quedó en silencio. Esta vez, no por la sorpresa de que ‘La Campana del Silencio’ hubiera hablado, sino porque todos esperaban con curiosidad, y algo de nerviosismo, mi respuesta.
Como no dije nada al principio, añadió con más énfasis:
—Si se retracta de todo lo que ha dicho y hecho desde que regresó de Safavid, Su Santidad el Papa está dispuesto a concederle un perdón especial.
—Así que es eso.
Desde un punto de vista objetivo, la actitud del Papa era sorprendentemente moderada y generosa, sobre todo si se comparaba con el juicio sagrado anterior. ¡Pero!
—Con el debido respeto, Su Santidad no tiene ni la autoridad ni la justificación para concederme un perdón. ¿De qué se supone que me está perdonando?
—¿Niega entonces el delito de incitar a la división dentro del Imperio? —preguntaron.
—No entiendo cómo la importación y venta de una revista de moda extranjera a través de un gremio puede considerarse incitación a la división. Si mis opiniones sinceras sobre el contenido de este libro han sido demasiado directas y han herido los sentimientos de alguno de ustedes, lo lamento, pero no creo que eso constituya un delito.
Nuestras miradas, la suya tan oscura como el ébano, chocaron violentamente. En el fondo esperaba que Richelieu perdiera la compostura y explotara, pero sorprendentemente, mantuvo su actitud fría. Los otros cardenales me miraban como si hubiera anunciado que les iba a cortar los testículos.
—Parece que está confundida. El simple hecho de cuestionar la autoridad sagrada del Imperio y causar confusión entre las personas constituye traición. Si no retira lo que ha dicho…
—No voy a retractar mis palabras solo para calmar a quienes se ofenden por escuchar la verdad. Si me acusan de traición, buscaré la clemencia de Su Majestad el Emperador y de otros nobles, no la de cardenales corruptos.
¡¡Así es!! se escuchó nuevamente desde la multitud.
Aprovechando el apoyo creciente, rematé con contundencia.
—Como líder de la casa Neuschwanstein y miembro de la nobleza, mi lealtad está con otros nobles y con la Casa Imperial de Bismarck. La fe es un asunto entre cada individuo y Dios, y no tengo ninguna intención de pedir perdón a unos cardenales que, más que nadie, son los que generan dudas sobre la fe. Esa es la voluntad de la casa Neuschwanstein a la que pertenezco, la voluntad de la casa Nuremberg, representada por el caballero a mi lado, y el orgullo de todos los nobles que han servido a la Corona desde la fundación de este país.
—¡Así es!
—¡Así es!
—¡Exacto!
Los ojos oscuros de Richelieu ardían de rabia. Si las miradas pudieran matar, ya estaría hecha pedazos.
Sin embargo, decidí que no había razón para quedarme más tiempo. Me di media vuelta con decisión, poniendo fin inesperadamente al interrogatorio.
Mientras salía, los murmullos crecían a mi alrededor, mucho más intensos de lo que había anticipado. Estaba tan sorprendida por la fervorosa reacción que casi me sentí desconcertada.
—¿Con qué derecho los hombres con faldas juzgan a la nobleza?
—¡Herejía!
—¡¿Herejía?! ¡Baja aquí y dilo en mi cara!
—¡La madre de los leones no se deja intimidar por esos hombres con faldas!
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—Lo hiciste mejor de lo que esperaba —dijo una voz.
—Es un halago excesivo —respondí.
—Bueno, viendo cómo me has tratado en el pasado, es evidente que eres una experta en molestar a la gente con una sonrisa. De todas formas, esto cambiará la opinión pública por completo.
¿Costaba tanto simplemente decir que lo hice bien? Era tan poco sincera.
Mientras reprimía una sonrisa, levanté la taza de té de malva azulada hacia mis labios. Entonces, Elizabeth, que me observaba con una expresión curiosa, de repente preguntó:
—Por cierto, ¿acaso estás en una relación últimamente?
—¡…Pfft!
Casi escupí el té que tenía en la boca. Era imposible evitarlo.
Mientras yo tosía, Elizabeth entrecerró los ojos y luego, de repente, aplaudió.
—¡Sabía que mis ojos no me engañaban! ¡Lo sabía! ¿Quién es? Vamos, dime.
Con sus ojos brillando de curiosidad, parecía más una adolescente que una Emperatriz de mediana edad.
A duras penas logré controlar mi tos y, resignada, decidí confesar… o al menos intentarlo.
—Bueno…
—¿Es mi insolente sobrino, verdad?
—¿Cómo lo supo…?
—¡Ja! ¡Sabía que sería él! ¡Lo sabía! ¿Pero qué le ves a ese idiota?
¿Que qué le veo?
La miré con los ojos en blanco. Apoyaba la barbilla en sus manos, con una mirada intensa y las mejillas sonrojadas, lo cual daba un poco de miedo.
—¿Qué quiere decir con ‘lo sabía’?
—¡Por favor! Era obvio para cualquiera. Todo el mundo puede ver lo enamorado que está de ti. ¿Cómo no te diste cuenta? ¿Te trata bien? ¿Hasta dónde han llegado? ¿Es bueno?
—¡Ma… Majestad!
Exclamé con la cara completamente roja. Elizabeth se echó a reír. En ese momento, me di cuenta de lo parecidas que eran ella y Nora.
—¿Por qué te pones tan tímida de repente? —rio—. Vaya, así que también tienes este lado tuyo. El amor realmente te ha cambiado. No es de extrañar que últimamente te vea tan radiante. Qué envidia, yo también tuve mi época.
Sus palabras me hicieron sentir de repente la diferencia de edad entre nosotras.
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