⋆˚ʚɞ Traducción / Corrección: Nue
A ambos lados de la enorme chimenea, donde las llamas anaranjadas danzaban, estaban las estatuas del Padre y de la Virgen, tan grandes como personas reales, observando solemnemente al Cardenal.
El rostro del Cardenal, bañado por la cálida luz del fuego, era bastante agraciado, pero el oscuro abismo de sus ojos, en contraste con su brillante cabello castaño, le daba una apariencia un tanto inquietante.
Más que por el color, esa impresión perturbadora provenía del brillo inquietante de locura que se reflejaba en ellos. Era tal que incluso los Cardenales mayores, ya en edad avanzada, lo trataban con tanto cuidado como lo harían en una audiencia con el Papa.
El Cardenal Richelieu era ese tipo de persona. Nacido como el menor de cinco hermanos en una familia de Condes, comenzó su carrera religiosa a la edad de seis años. Desde entonces, durante largos años, se había disciplinado sin descanso, asegurándose de que bajo la mirada de los dioses no hubiera ni una pizca de vergüenza en su conducta. Comparado con otros Cardenales, que fingían ser devotos mientras disfrutaban en secreto de placeres oscuros, él era casi irreprochable. Estaba tan seguro de su rectitud que creía que, si todos los sacerdotes de la capital fueran enviados al fuego del infierno, él sería el único que se salvaría.
Para él, la única verdad en el mundo era la Biblia. Se adhería estrictamente a todos los mandamientos, a la pobreza y a la castidad inquebrantable, y nunca había dudado de su fe. A veces, muy de vez en cuando, cuando los deseos carnales intentaban aflorar como un demonio al acecho, siempre había logrado reprimirlos rigurosamente.
No importaba cuán hermosa fuera la mujer o cuán escandalosa fuera la fiesta entre Cardenales, jamás había sucumbido al deseo carnal. Y estaba seguro de que tanto el Padre como la Virgen, de pie frente a él, lo sabían.
Sin embargo…
De repente, los ojos oscuros del Cardenal, que observaban la estatua de la Virgen con un ángel en brazos, brillaron intensamente, casi como si se encendieran con una ira desbordante.
¿Era rabia, o quizás rencor? Tal vez podría llamarse desesperación. No importaba cuántas noches pasara en oración, ni cuántos castigos se impusiera a sí mismo, la semilla del pecado que había echado raíces dentro de él no mostraba señales de desaparecer. En cambio, germinaba rápidamente y con fuerza.
Nadie en todo el imperio era tan devoto como él, y la misma Virgen lo sabía mejor que nadie. Entonces, ¿por qué lo ponía a prueba de esta manera? ¿Por qué las llamas que danzaban frente a él se parecían tanto al hermoso color del cabello de aquella mujer?
La primera vez que el Cardenal Richelieu vio a la señora de Neuschwanstein fue hace unos dos años, cuando vino a orar con su esposo. En ese entonces, ella tenía apenas catorce años, pero Richelieu pensó que era incluso más hermosa que Ekaterina, la amante del Papa.
En aquella ocasión, se asustó al darse cuenta de que no podía apartar la vista de la joven, que se veía como un hada junto a su esposo. Convencido de que era otra prueba de su débil carne, corrió a la sala de oración y pasó allí medio día en penitencia. Pronto creyó haberla olvidado.
O al menos eso pensaba, hasta que se reencontraron después de que enviudara y asumiera el liderazgo temporal de la familia del Marqués en una sesión del consejo.
Los recuerdos de aquella mujer, ahora más deslumbrante que cuando la vio por primera vez, hicieron que las llamas en sus oscuros ojos se encendieran con una intensidad diferente. Si antes era ira y rencor hacia los dioses, ahora era odio y deseo ardiente por un ser humano.
No era solo su problema. O al menos, así lo veía él. Otros Cardenales en el consejo, e incluso los nobles allí presentes, aunque desconcertados por su presencia, no podían apartar los ojos de ella.
Qué escena más irónica y ridícula. Si no fuera una viuda, sino una joven debutante en sociedad, el mundo social ya estaría sumido en un caos absoluto, si no en una guerra abierta. Dado el estado actual, ¿cuánto peor podría ser?
Por mucho que se prometiera a sí mismo ignorarla, cada vez que la veía, sus ojos quedaban irremediablemente atrapados en su figura. Aunque se repetía que era un demonio enviado para destruirlo, su imagen lo perseguía incluso mientras comía, oraba, leía las Escrituras, confesaba sus pecados o practicaba penitencias.
El cabello rosado que brillaba bajo el sol, sus brillantes ojos verdes, su rostro delicado como una muñeca de azúcar, sus suaves movimientos que recordaban a los de una paloma, todo eso lo seguía incansablemente.
¿Acaso el diablo había tomado su forma para apartar sus ojos de la fe eterna? Si no era el diablo, ¿quién más podría haber encendido tal deseo dentro de él?
Para cuando se dio cuenta, Richelieu se encontraba en un estado de peligro extremo, dispuesto a renunciar a todo lo que tenía si tan solo pudiera rozar con sus dedos un mechón de su cabello.
Mientras tanto, ocurrió algo inesperado: el príncipe heredero Theobald comenzó a mostrar interés en ella. Nunca le había gustado ese príncipe tan falso, pero en esta ocasión se sintió impulsado por un sentido del deber, convencido de que debía salvar al príncipe, quien había sido embrujado por una bruja.
…O al menos, se esforzaba en convencerse de eso. Intentaba persuadirse de que no se trataba de celos vulgares, sino de una misión divina, una obligación como siervo de Dios para salvar al heredero del imperio.
Si ella hubiera flirteado con algún cualquiera, quizás lo habría considerado una conducta propia de una bruja y habría sido capaz de reaccionar con sarcasmo. Pero el interés venía del príncipe heredero, alguien de un estatus mucho más alto que él, un joven Cardenal con la firme confianza del Papa.
No podía soportar esa situación. Así que decidió provocar al hermoso joven de cabello rubio, quien siempre estaba cerca de ella con una sonrisa en los labios, dándole un motivo para actuar.
Sin embargo… ¿por qué el demonio es tan superior a los humanos? ¿Por qué es capaz de manipular el alma de formas que los humanos ni siquiera pueden imaginar? ¿Por qué puede presentarse con una apariencia tan pura y noble?
Lo que la mujer hizo hoy durante el juicio fue algo que nunca habría imaginado.
¿Qué mujer, y menos una joven segunda esposa, sería capaz de hacer tal cosa ante todo el mundo solo para proteger al hijo de la primera esposa?
Según la Biblia, el diablo toma formas inesperadas para acercarse a los humanos. Y eso era cierto. ¿Quién podría haber imaginado a un demonio suplicando la prueba de la pureza de una sacerdotisa para proteger el futuro de un joven?
No podía creer que lo que hizo hoy fuera motivado por amor o instinto maternal. El chico en el banquillo de los acusados era solo dos años menor que ella, el futuro Marqués. No podía creer que su relación fuera tan pura como parecía.
Después de lo que pasó hoy, la atención sobre ella sería aún mayor. Con esa acción, prácticamente había demostrado su pureza, lo que eliminaría cualquier duda del príncipe heredero y lo acercaría más a ella. Y el joven Marqués también se aferraría más ciegamente a su lado.
¿Era solo una ilusión que las llamas del fuego en la chimenea se asemejaran a las llamas del infierno? Sus manos se aferraron con tanta fuerza al rosario sobre su regazo que las venas en el dorso de sus manos se marcaron.
Contrario a lo que muchos creían, el Cardenal Richelieu era un hombre completamente apartado de cualquier ambición por el poder terrenal. La confianza del Papa y su buena reputación entre los Cardenales eran solo recompensas secundarias por su estricta devoción. Al menos, hasta hoy.
Un suspiro cargado de presión escapó de sus labios, más parecido a un gemido de dolor.
Padre, ten piedad de nosotros. Virgen, ten piedad de nosotros…
Ahora, acorralado al borde de la desesperación, sólo tenía dos opciones: poseerla completamente o destruirla por completo.
Una de las dos.
N/Nue: Mi Shuri sólo atrae puro loco… A diferencia de Jeremy y Nora, BASTAAAAAAAAAAAAAAAAA.
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