⋆˚ʚɞ Traducción / Corrección: Nue
Afortunadamente, fue en la época en la que estaban rastreando a los espías de Safavival.
El hecho de que el accidente en las montañas de Arop, en la última ruta de escape de Wittelsbach, se descubriera tan rápido fue gracias a un pequeño grupo de élite de agentes del Strafe que estaba apostado en las cercanías.
Se encontró una carreta destrozada en el fondo de un valle, entre los cadáveres de los orgullosos caballeros, a quienes llamaban las garras del león. Dentro de la carreta no había nada. Tras una exhaustiva búsqueda por toda la montaña, finalmente hallaron el cuerpo de una mujer cerca de una cascada, y su estado era mucho peor de lo que nadie había imaginado.
¿Con qué intención habían hecho algo tan atroz? El cadáver estaba brutalmente desmembrado. Parecía que lo habían hecho para que fuera irreconocible. Con mucho esfuerzo lograron encontrar también la cabeza.
Nora, con su habitual rostro imperturbable, dio instrucciones a sus subordinados. Mientras recogían los restos del cuerpo desmembrado y los colocaban en un saco, un objeto brillante cayó sobre su rodilla. Era un broche de peridoto, del mismo color que los ojos de ella, que él había visto alguna vez.
¿No lo habían notado? No, esto no parecía obra de simples bandidos. Todo indicaba lo contrario.
Guardó el broche en su bolsillo interior y levantó el saco con el cuerpo. Durante todo el camino de regreso a Wittelsbach, mantuvo su expresión fría de siempre, mientras sujetaba firmemente el saco entre sus brazos.
El lobo recordaba a los leones como figuras resplandecientes, como héroes de un cuento de hadas. Niños brillantes que siempre estaban en el lugar que mejor les sentaba, bajo la luz del sol. No importaba lo que ocurriera en sus vidas, en la capital todos admiraban y envidiaban a los descendientes de Neuschwanstein.
Pero, ¿quién era la responsable de que pudieran mantener esa apariencia? Lo único claro era que ella también debió haber sido igual de solitaria en vida, sentada en una posición envidiable pero siempre atormentada y sola, como él.
Aun así, Nora no podía compararse con ella. Él no era más que un lobo miserable, aislado y cobarde, así que no era de extrañar que aquel león lo mirara con tanto desprecio.
En su momento, le había tenido envidia. Incluso ahora, envidiaba al león por otras razones. Envidiaba su posición, habiendo comenzado a arrasar con las familias colaterales del imperio apenas tomó el título de Marqués, tal como su padre y su hermosa madrastra habrían querido. Incluso las más nobles familias del imperio estaban siendo destruidas una por una, y nadie podía detenerlo. Nora envidiaba esa habilidad y el respeto que generaba.
¿Quién lo hubiera imaginado? Resultaba que esos niños, que deberían haber odiado a su madrastra, en realidad sentían lo contrario. Si había un problema, era que ya era demasiado tarde, como en su propia relación con su padre. Ya era imposible corregirlo.
¿Por qué todos se dan cuenta de lo que han perdido solo cuando ya es demasiado tarde? Ahora, verlos enfurecidos le parecía ridículo. Ridículo y, al mismo tiempo, envidiable. Al menos ellos habían sido amados. Tenían recuerdos cálidos e invaluables que no cambiarían por nada en el mundo… a diferencia de él.
Nora dejó su daga a un lado y comenzó a frotarse la barbilla con una mano. Cada pista que encontraba conducía a otra, como si tirara de una cuerda bien tejida. Había demasiadas personas y facciones involucradas. Pero lo que más le desconcertaba era la posible implicación del Vaticano en todo esto. ¿Acaso ella era tan odiada que incluso la iglesia había decidido convertirla en su chivo expiatorio? Si se descubriera esta verdad, el destino del imperio sería incierto.
El joven león de Neuschwanstein estaba medio loco de tristeza por la mujer fallecida. Si su inquebrantable espada se dirigía hacia el Vaticano, sería inevitable una guerra civil. Si informaba de esto al Emperador, este seguramente le ordenaría ocultarlo. Al fin y al cabo, era el Emperador. No arriesgaría al imperio por la tristeza personal que sentía por una mujer muerta.
Pero, ¿qué pasaría si informara primero a la furiosa guarida de leones? Sería un desenlace interesante, ¿no? La situación era bastante irónica.
Nora levantó la cabeza por un momento y miró a su alrededor, en la ladera de la montaña. El invierno se había ido y la cálida primavera había llegado. Era un buen momento para una excursión o un paseo a caballo. Ya habían pasado cuatro meses desde que ella murió en ese lugar.
Una suave voz escapó de sus labios, casi como una oración.
—Perdóname, Lady Neuschwanstein. Todas las personas que amaste en vida no podrán escapar de la ruina…
No lo hacía por ayudar a esos tontos que, solo demasiado tarde, se dieron cuenta de lo bendecidos que habían sido. No había pasado noches en vela durante meses investigando por esos estúpidos leones. Simplemente… era lo único que podía hacer.
Era la única ofrenda que podía darle a la única persona que alguna vez, en un nevado jardín, había secado sus lágrimas cuando lloraba solo. Y también, estaba intrigado por cómo reaccionaría la gente al ver al hombre que debería ser el más leal al imperio traicionar a la familia imperial.
A los ojos de otros, podría haber parecido una acción extremadamente cruel y despreciable. Pero así era Nora Von Nuremberg.
¿Cómo había llegado a convertirse en esto? Cuando era niño, él solo quería ser el caballero de alguien, y ese era todo su deseo.
Sin embargo, en este momento, estaba a punto de hacer algo que iba completamente en contra de su sueño de infancia. El apasionado y justo protagonista que debería haber sido se había disuelto hace mucho tiempo en las lágrimas de su juventud. El honor, para él, había sido pisoteado cruelmente en su infancia, al igual que el amor y la lealtad hacia su sangre. Ya no existía el niño que solía llorar solo, arrodillado frente al altar.
Si ofrecía el imperio como sacrificio en este ritual, ¿podría la persona fallecida regresar a la vida? ¿Volvería para corregir todos estos errores?
… Por supuesto, era solo una fantasía sin fundamento.
La brisa primaveral que soplaba después del crudo invierno era cálida. Pronto florecerían los cerezos. Sintiendo los cálidos rayos de sol, que parecían no tener nada que ver con él, Nora espoleó su caballo.
El invierno que cubría todo con su manto blanco había terminado. Ahora era el momento de desatar verdaderamente la tormenta de sangre. Y aunque no podía garantizar su propia supervivencia en ese proceso, no le importaba en lo más mínimo. Finalmente, tal como le había dicho a ella en algún momento, derramó lágrimas.
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