⋆˚ʚɞ Traducción / Corrección: Nue
Cuando Albert y Maximilian escucharon por primera vez que Johannes había tomado una esposa joven, ambos reaccionaron pensando que su amigo se había vuelto loco antes de tiempo.
Sin embargo, cuando vieron la apariencia de esa joven esposa, lo entendieron de inmediato. No era sorprendente, a pesar de que el color de su cabello y ojos era diferente, no podía haber sido más parecida… a la fallecida Ludovica.
Ludovica, la mujer que encendió las pasiones de su juventud y que finalmente se casó con Maximilian para convertirse en Emperatriz. Cuando cerraba los ojos y se sumergía en sus recuerdos, la imagen de su juguetona voz seguía resonando con claridad.
( Albert, ¡me voy a casar por fin! Me toca casarme primero, así que, como prometimos, ¡tendrás que llamarme hermana mayor! )
Aún recordaba a Ludovica girando alegremente como una niña, vestida con un delicado vestido de muselina blanco. Esa chica murió hace mucho tiempo. Sin embargo, ninguno de ellos fue capaz de escapar de su sombra durante toda su vida. El hecho de que su memoria persiguiera a todos fue una fuente de tormento para Elizabeth, la segunda esposa del Emperador, y también para la difunta esposa del Marqués, que murió antes que Johannes.
Pero a diferencia de lo que pensaban los demás, Albert había dejado atrás sus sentimientos hacia Ludovica hacía mucho tiempo. O eso creía. A veces, cuando miraba a la actual Marquesa, le invadían recuerdos antiguos y su expresión se suavizaba, pero pensaba que, más que por nostalgia, era debido a un profundo sentimiento de compasión.
Después de todo, ella era solo una niña, prácticamente de la edad de sus hijos. Esa niña había tenido que asumir un cargo que ni siquiera los hombres mejor preparados habrían podido soportar, enfrentando sola las tormentas de esos tiempos difíciles. Y esa niña se parecía mucho a Ludovica.
Albert no tenía ningún deseo de deshonrar la memoria de su difunto amigo, pero la extraña sensación de incomodidad que había sentido durante mucho tiempo aumentó considerablemente en el juicio de ayer, especialmente después del testimonio de la Vizcondesa.
Como alguien que había crecido con su amigo desde la infancia, no podía decir con certeza que su difunto amigo no habría hecho algo así. Un suspiro bajo escapó de sus labios entreabiertos.
—¿A quién esperas que pague por tus pecados, dejándonos tan pronto…?
Después de pasar un largo rato pensando en la actual Marquesa, sus pensamientos se trasladaron al objeto que ella le había entregado inesperadamente esa mañana: un cuaderno de bocetos antiguo que le resultaba vagamente familiar. Estaba seguro de que lo había visto antes, pero no podía recordar dónde… Quizás al revisarlo lo recordaría.
Encendió su pipa, tomó el cuaderno en una mano y lo abrió. Al hacerlo, frunció el ceño. Como había sospechado, el estilo le resultaba muy familiar. Aunque había pasado mucho tiempo, lo reconoció de inmediato. Su hijo, cuando era niño, había mostrado gran interés por el dibujo durante un tiempo. Pensaba que todos esos bocetos se habían perdido en un incendio, pero parece que algunos se habían guardado.
Pero ¿por qué había terminado este cuaderno en manos de la Marquesa?
No recordaba exactamente por qué había decidido destruir todos esos dibujos. Tal vez fue por la atmósfera en la familia, que no apreciaba mucho el arte. Ahora que lo pensaba, quizás no hubiera sido necesario.
Perdido en estos pensamientos, pasó las páginas sin pensar demasiado, hasta que sus manos se detuvieron repentinamente.
Los ojos azules de Albert, adormecidos por el humo de la pipa que flotaba a su alrededor, comenzaron a aclararse mientras miraba detenidamente el cuaderno. Aunque los dibujos estaban hechos por una mano infantil y torpe, era obvio a quién representaban. Por los muebles y los detalles del vestuario, supo de inmediato que el dibujo mostraba a él mismo. Más concretamente, a su figura de espaldas, sentado en su estudio.
Observó esa imagen durante un largo tiempo antes de pasar lentamente a la siguiente página. Y una vez más, encontró otro dibujo similar. Y otro. Una gran parte del cuaderno estaba dedicada a imágenes de él.
¿Cuándo su hijo había dibujado todo esto? La mayoría de los bocetos lo mostraban trabajando en su escritorio, aunque también había otros, como un perfil en una reunión con sus vasallos, e incluso uno de él sentado en su sillón, perdido en sus pensamientos.
Eran dibujos que revelaban una observación detallada de su persona. Sin embargo, no había un solo dibujo de su rostro. Tal vez eso tenía sentido, pues si lo hubiera hecho, Albert lo habría recordado.
¿Qué estaría pensando su hijo cuando hizo estos dibujos?
De repente, sintió como si una pesada piedra oprimiera su pecho. Tratando de ignorar esa sensación, siguió pasando las páginas hasta que llegó a las últimas hojas en blanco del cuaderno. Luego volvió a las primeras páginas.
Son solo dibujos, se dijo. Solo dibujos…
Pero sentía que su respiración se volvía más pesada, y dejando la pipa a un lado, llevó una mano a su boca. Una sensación punzante subía por su garganta.
Era imposible. Simplemente no podía ser. Que su hijo hiciera estos dibujos ahora era una imposibilidad. La relación entre ambos estaba más fría que el hielo.
No siempre había sido así. Cuando su hijo era pequeño, la situación era muy diferente. Hubo un tiempo en que su mayor alegría en la vida era volver a casa después de un largo día de trabajo y ver al niño corriendo hacia él con sus pequeñas piernas. Aquel niño, con su cabello negro y sus brillantes ojos azules, tan parecido a él, era su mundo entero. Recordaba claramente cómo, en una ocasión, cuando el niño enfermó de gripe, no se separó de su lado durante días, temiendo que algo terrible ocurriera si lo hacía.
¿Dónde fue que algo salió mal?
Con la sensación de que algo punzante le atravesaba la mente, frunció el ceño. Algo parecía estar a punto de surgir en su memoria, pero no lo lograba, una sensación familiar y al mismo tiempo extremadamente desagradable, acompañada por un dolor de cabeza que comenzaba a intensificarse nuevamente.
Entre los innumerables bocetos, algunos mostraban objetos que le resultaban vagamente familiares, representados en dibujos torpes y deformes. Había un jarrón que ya no existía, tazas de té que estuvieron de moda en esa época, o incluso una pipa…
Ah, eso era. Había una pipa. Y no era una pipa cualquiera. Era una pipa de cristal que había recibido como regalo diplomático, y en el boceto se podía ver un torpe intento por plasmar sus delicados y elaborados adornos.
Había una razón por la cual esa pipa, que desapareció hace muchos años, seguía tan vívida en su memoria: ese fue el día en que, por primera vez, había golpeado a su hijo.
Sí, su hijo le había dicho que no había sido él. Pero como testigo estaba su hijastro, el príncipe heredero, Theobald, el hijo de Ludovica, la mujer a quien alguna vez había amado tanto.
Tal vez fue entonces cuando su hijo empezó a desarrollar ese hábito de mentir, algo que antes no hacía.
El incidente de ese día fue solo el principio. Poco a poco, la relación entre padre e hijo comenzó a deteriorarse. No importaba cuán severamente lo disciplinara, ni cuán duramente lo castigara, no parecía haber mejoría alguna.
Ahora que lo recordaba, cada vez que su hijo cometía un error, alguien más estaba siempre presente. La misma persona: el hijo de Ludovica.
Un suspiro similar a un gemido escapó de sus labios. Si había algo que el Duque de Nuremberg consideraba como la más importante de las virtudes en la educación de sus hijos, era la honestidad. No solo para sus hijos, sino para cualquiera. Habiendo crecido en un entorno lleno de intrigas y conspiraciones, había desarrollado una aversión profunda por las mentiras y el engaño más burdo.
Pero… ¿y si no se trataba de eso? Incluso si lo hubiera sido, ¿qué habría sucedido si hubiera manejado las cosas de otra manera? ¿Alguna vez, en algún momento, había priorizado las palabras de su hijo por encima de las de otros?
No, nunca lo había hecho. Nunca se había detenido a ver al niño que lo miraba con sus ojos azules llenos de dolor, al niño que, con la misma temperamental naturaleza que él, le respondía con un rugido desafiante. Nunca lo había visto realmente.
En resumen, no. Al igual que en los dibujos de este cuaderno, siempre le había mostrado su espalda.
Tal vez, el niño que dibujó estos bocetos ya no existía. El amor que alguna vez hubo, hacía mucho que había sido destrozado por la ira y la decepción. O, tal vez, ya no quedaba ningún sentimiento, ninguna añoranza, y su hijo había renunciado por completo, dándole también la espalda.
Y hoy, estuvo a punto de perderlo para siempre. Ese niño por quien alguna vez agradeció a Dios simplemente por su salud. Ese niño al que había prometido no tratar como los otros padres nobles, quienes apenas veían a sus hijos una vez cada varios meses, olvidando incluso sus nombres.
Lágrimas silenciosas, invisibles, comenzaron a deslizarse por el dorso de su mano, que aún cubría su boca.
N/Nue: Todos los padres en esta novela son una reverenda kk.
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