⋆˚ʚɞ Traducción: / Corrección: Nue
La criada que estaba peinando mi cabello se detuvo un momento.
Levanté la cabeza y miré al espejo, preguntándome qué ocurría. A través del gran espejo, vi a las dos criadas intercambiando miradas. Para ser exactos, la joven que sostenía el peine miraba con nerviosismo a la otra criada, que tenía en sus manos un adorno para el cabello.
Cuando notaron mi mirada, la mayor de las dos criadas habló con un tono suave.
—¿Qué le parece si hoy se trenza el cabello hacia abajo, mi señora? Últimamente hace un poco de frío, y un recogido podría resultarle más incómodo. Además, es para la cena de esta noche…
Mientras decía esto, la criada mayor dejó el peine que tenía en las manos dentro de la caja de adornos, intentando que su gesto pareciera lo más natural posible.
En lugar de responder, asentí levemente con la cabeza. En ese momento, las expresiones de las criadas se iluminaron visiblemente.
Tal vez porque el cambio de peinado retrasó el proceso, esta vez las dos criadas comenzaron a trenzar mi cabello juntas. Empezaron desde ambos lados de las sienes, entrelazando cintas con mi cabello, para luego unir ambas trenzas en la parte trasera y terminar con una sola. Parecía que intentaban darle un aspecto más voluminoso a mi cabello, que normalmente era liso y ordenado.
Cuando terminaron, la criada más joven sostuvo un pequeño espejo para mostrarme el resultado. Sin embargo, en lugar de admirar el peinado terminado, aparté el cabello que cubría mi cuello para inspeccionar la nuca. Tenía una corazonada.
Bajo la melena cuidadosamente inflada y las trenzas que caían para ocultar esa zona, había una marca que no debería estar ahí. Una marca de dientes, como si una bestia hubiera mordido mi piel.
En el espejo, vi a las dos criadas intercambiar otra mirada. Esta vez también fue la mayor de las dos quien habló.
—Parece que, con el cambio de clima, han vuelto a aparecer insectos, mi señora.
—¿En serio?
Al escuchar mi respuesta, la joven criada dejó escapar un pequeño gemido. Sus manos, que temblaban ligeramente, ahora lo hacían de manera tan evidente que no podía pasar desapercibido. La otra criada, aunque más contenida, tampoco estaba tranquila.
Las observé en silencio antes de responder con calma.
—Si tú lo dices, supongo que será así.
Aunque sus hombros temblaban ligeramente, ninguna de las criadas me pidió disculpas ni admitió la mentira que habían contado. No estaba enfadada por eso. Era más bien como confirmar una sospecha que ya rondaba en mi mente.
Tal y como pensaba… Todos en este castillo me están engañando.
Les ordené a las criadas que trajeran otro vestido, diciéndoles que quería cambiarme. Sabía que el peinado que llevaba no desentonaría con el vestido original, pero necesitaba comprobar algo.
Las criadas, visiblemente nerviosas, inclinaron profundamente la cabeza y salieron rápidamente de la habitación. Mientras tanto, llevé mi mano a la nuca y acaricié la marca.
Aunque todos en el castillo me estuvieran engañando, no dudaba de su lealtad. Si quisieran humillarme por haberme casado con un hombre que no era su legítimo señor, me habrían dejado asistir a la cena con la espalda completamente expuesta.
Entonces, solo había una razón por la que todos conspiraban para ocultarme la verdad: su señor quería engañarme.
Mi esposo, quien dejó esas marcas de mordeduras mientras yo dormía.
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Después de desmayarme de agotamiento tras llegar al clímax, la mañana siguiente transcurrió como cualquier otra. Volvimos a nuestras rutinas. Danel pasó todo el día encerrado en su estudio revisando documentos, mientras yo lanzaba dagas o practicaba tiro con arco en el patio trasero. Por la noche, repetíamos el mismo ritual de siempre.
Cada día era idéntico al anterior. Todas las noches, Danel seguía un patrón fijo al acariciar mi cuerpo. Luego, adoptaba la misma posición y con la misma intensidad se sumergía en mí. Después de descargar su semen profundamente en mi vientre, yo caía inconsciente, como si me desmayara.
Cuando recuperaba la conciencia, siempre era de mañana. Me despertaba sola en una cama limpia e impecable, sin ningún rastro de la noche anterior. Así comenzaba otro día, y salvo en las comidas, rara vez veía a Danel hasta la noche.
Así, Danel volvía a ser el esposo que conocía. Como si nunca hubiera sujetado mis pechos con fuerza o succionado hasta dejar marcas, ni me hubiera aplastado mientras gemía fuera de control, empujando con fuerza hasta que el sonido de nuestros cuerpos chocando resonara en la habitación.
Aun así, lo sospechaba. Mi intuición seguía alerta, y todo se debía a lo que ocurrió hace unos días.
Ese día no fue muy diferente a los demás. Me desperté sola, desayuné sola, y el resto de la mañana transcurrió sin novedad.
Solo la tarde fue ligeramente distinta.
Salí al jardín para pasear y vi que el césped que conectaba con el patio trasero estaba húmedo. Parecía que había llovido durante la madrugada.
Mirando el césped mojado, me quité los zapatos y los calcetines. Luego, puse mis pies descalzos sobre la hierba. Las suaves hojas de césped acariciaron las plantas de mis pies con una sensación esponjosa.
Con los zapatos y los calcetines en una mano, y levantando ligeramente el dobladillo de mi vestido con la otra, caminé sobre el césped. La sensación de frescura bajo mis pies era tan placentera que sin darme cuenta recorrí todo el patio trasero, dando vueltas por el amplio campo de césped.
De repente, al mirar hacia la mansión, me crucé con la mirada de Danel.
Mi esposo estaba de pie frente a una gran ventana que daba al patio trasero. En el tercer piso, donde se encontraba su estudio, la habitación más grande de la mansión.
El patio trasero estaba bastante alejado de la casa, así que normalmente, aunque lo viera de pie en la ventana, no pensaría que estaba observándome.
Sin embargo, ese día fue diferente. Sabía que su mirada seguía mis pasos.
Podía sentir sus ojos recorriendo mis tobillos, expuestos bajo el vestido, y mis dedos descalzos, húmedos por el rocío. Era una mirada tan intensa que parecía arder.
Mientras caminaba de regreso por el césped, mi ropa interior comenzó a humedecerse. Igual que aquella madrugada en que él regresó. Una expectativa cálida se acumulaba entre mis piernas.
En los últimos días, me he engañado pensando que lo que ocurrió esa noche fue un error o una anomalía. Sin embargo, en el fondo sabía que no lo era. Lo que Danel realmente deseaba era algo más parecido a lo que sucedió aquella madrugada, cuando de forma obscena lamía mis muslos mientras se masturbaba. Eso era lo que verdaderamente quería de mí.
Expectativas lujuriosas recorrían mis piernas, dejando un rastro húmedo que no era de rocío, sino de mis propios fluidos. Estaba tan preparada que, si Danel decidiera penetrarme en ese instante, no habría nada que lo detuviera de entrar hasta la raíz.
Pero esa noche no fue diferente. Danel no bajó hasta que la cena estuvo lista, y después de la hora del té, subimos juntos a nuestra habitación.
El acto sexual fue igual que siempre. Danel siguió el mismo ritual: me acarició, me penetró y terminó en mi interior. Y yo, al alcanzar el clímax, me quedé dormida como de costumbre.
Por eso creí que sus miradas desde la ventana habían sido producto de mi imaginación, un malentendido de mi parte, impulsada por un deseo cada vez más ardiente hacia mi esposo. Pensé que había interpretado mal la intensidad en sus ojos.
Eso creí… hasta la mañana siguiente, cuando descubrí algo que me hizo dudar.
Al despertar, aún desorientada, decidí ponerme de pie. La calidez en la habitación era agradable, probablemente gracias a la llegada de la primavera. En lugar de mis pantuflas de invierno, opté por buscar unas ligeras sandalias al lado de la cama.
Al posar mis pies descalzos sobre el suelo, algo me resultó extraño. Miré hacia abajo y me percaté de que ambos dedos gordos de mis pies estaban hinchados, como si un bebé los hubiera chupado insistentemente. Esa imagen me vino a la mente porque sentí la misma sensibilidad y el mismo tipo de irritación.
Tomé un espejo de mano del cajón de la mesita de noche, con un presentimiento que no quería aceptar. Sentada en el borde de la cama, examiné cuidadosamente mi pie izquierdo. Bajo la hinchazón roja y evidente, había algo que no debería estar ahí: marcas de dientes humanas.
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A pesar de este descubrimiento, aún dudaba de lo que pensaba. Aunque me había duchado y limpiado antes de dormir, los pies seguían siendo los pies. Era difícil imaginar que alguien como Danel, tan obsesionado con la limpieza y la pureza, se atreviera a algo tan… crudo. Más aún, que lo hiciera con tal intensidad que dejara marcas visibles.
Sin embargo, esa tarde encontré otra prueba. Esta vez, no podía negar la realidad.
Decidí cambiar mi vestido. Escogí uno azul oscuro, con un escote no muy pronunciado, pero que dejaba al descubierto mis hombros. Era una elección distinta a lo habitual, pero adecuada para la cena ligera con los invitados.
Cuando mis doncellas terminaron de ajustarme el vestido, me dirigí al salón principal. Era tarde, y el lugar estaba en silencio, excepto por la figura de Danel, quien me esperaba junto a las escaleras.
Escuchó mis pasos y giró la cabeza lentamente. Sus ojos, de un profundo tono violeta, se posaron en mis hombros y luego volvieron a encontrarse con los míos. A la luz de las velas, vi un leve temblor en su mirada.
Con una mano enguantada, acaricié suavemente mi hombro descubierto. Un mechón de cabello cayó y rozó mi clavícula. Observé cómo Danel contenía una reacción, su expresión inmutable apenas traicionada por la tensión en su postura.
¿Por qué siempre finge no ver nada?
Era difícil entender qué pasaba por su mente. ¿Acaso le avergonzaba su repentino interés en el cuerpo de una mujer? Puede ser, considerando que siempre fue un hombre devoto y austero, dedicado a una vida casi monástica.
Pero eso no era algo que me importara.
Sin apartar la mirada de sus ojos, tomé su brazo con el mío. Sentí los músculos bajo su chaqueta tensarse ligeramente ante mi contacto. Mi propia reacción fue inmediata: la humedad volvió a empapar mi ropa interior.
Desde que experimenté la intensidad de su cuerpo moviéndose dentro del mío, aquellas noches ordinarias me resultaban insuficientes. Lo que deseaba ahora no era un acto calculado y limpio, sino algo salvaje, desvergonzado.
Por eso estaba decidida a provocar, a empujar hasta que él dejara de ocultar lo que sea que estaba enterrando dentro de sí.
Sin mostrar ninguna señal de incomodidad, caminé con él por las escaleras. Actué como si no me importara haber cambiado de vestido ni haber tomado su brazo de manera tan casual, algo que rara vez hacía.
—¿Por qué no entraste ya al salón? —le pregunté—. Seguramente hay muchos esperando.
—No es tan tarde —respondió, con un leve retraso en sus palabras.
Sentí cómo él era consciente del roce de mi pecho contra su brazo. Su postura rígida y el peso de su mirada sobre mi cabeza lo delataban, aunque fingiera indiferencia.
Cada paso que descendíamos hacía que nuestros cuerpos se rozaran de nuevo. Mi hombro desnudo apenas tocaba su pecho, pero su musculatura respondía con tensión. A pesar de eso, no apartó el brazo ni intentó alejarse.
En el salón, los invitados nos esperaban. Caminamos hacia ellos mientras recibíamos saludos y palabras de cortesía. Nadie parecía notar la tensión entre nosotros.
Para ellos, Danel y yo éramos una pareja distante, casi indiferente. Apenas nos tocábamos en público. Este pequeño gesto de caminar del brazo debía parecer insignificante, pero para mí era algo distinto.
No tenía una relación particularmente buena con Danel, y casi nunca teníamos contacto físico, ni siquiera tomarnos del brazo. Si mi memoria no me falla, probablemente fue la primera vez desde que éramos niños.
En ese entonces, Danel solo había crecido en altura, pero estaba lejos de ser robusto. Cuando nos tomábamos del brazo, podía sentir claramente su cuerpo delgado y sus huesos. El Conde Veloce también se preocupaba de que Danel hubiera heredado la constitución débil de la Condesa, al igual que Petios.
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